"Quiet, please!", gritó Ángel Cabrera.
No necesita saber más inglés que esas dos palabras.
"Quiet, please!", gritó, porque había ruidos detrás de él en el fairway del 18, cuando se disponía a tirar al green para tratar de alcanzar a Adam Scott.
Los ruidos eran comprensibles: Scott acababa de embocar un putt desde la luna para birdie, y muchos daban el Masters por terminado.
Pero también es comprensible que un golfista necesita enfocarse, y merece que hagan silencio.
Merece que le den una oportunidad.
"Quiet, please!", gritó Cabrera, como tratando de decirles a todos, y sobre todo a sí mismo, que el pleito no había acabado.
"Quiet, please!", gritó, y se paró frente a la bola.
Era dejarla cerca de la bandera o entregar el Masters.
Era el tiro brillante o la derrota opaca.
Era dar pelea o echarse rendido sobre el pasto de Augusta National.
"Quiet, please!", gritó, y pocos segundos después ejecutó el golpe.
Pocos segundos.
No necesita más.
No tiene esa rutina sacerdotal que desarrollan otros antes del tiro.
No se toma un minuto para concentrase, otro minuto para ajustar la empuñadura, otro minuto para mirar cinco veces el objetivo, otro minuto para balancear el palo...
Nada de eso. Se posiciona, la mide y dispara.
El disparo dio justo en el blanco. Pelota dada para birdie.
Ya no hizo falta el "Quiet, please!"
Todos se quedaron mudos.
Y lo que vino después, en el desempate, fue lo mejor del anochecer en ese lluvioso domingo de Augusta. No sólo por la definición, que resultó un duelo inolvidable, sino porque conocimos a un Ángel Cabrera que yo, por lo menos, no conocía hasta ahora... y eso que, como tantos de mi edad en este país, he seguido cuadro a cuadro su carrera.
Conocimos al Ángel Cabrera de la derrota.
No es que nunca hubiera perdido antes. En golf se pierden mucho más torneos de los que se ganan, y esa disparidad es aún más notoria en la carrera internacional de Cabrera.
Sucede que nunca había perdido en esas circunstancias: en la definición de un Major, con el mundo mirando.
Las otras dos veces que había estado en esa situación, se había ido con la victoria.
Dicen que se sabe mucho más de un hombre en la derrota que en el triunfo, y tienen razón.
Ahora sabemos cómo es Ángel Cabrera. Un tipo sin vueltas, como su rutina previa al golpe. Un tipo sencillo, como su swing. Un tipo alegre, como la alegría que nos da verlo jugar.
Después de casi embocarla desde afuera para ganar en el primer hoyo de desempate, hizo un soberbio tiro al green en el segundo, y pensó que sus posibilidades eran inmejorables. Pero lo inmejorable fue la respuesta de Scott... y lo imborrable fue el gesto del Pato: pulgar arriba.
Cabrera falló su putt por una milésima parte de un milímetro, y presenció con una sonrisa cómo Scott le arrebataba la gloria.
Tras el festejo de Scott, Cabrera abrazó a su rival casi con el mismo amor con que había abrazado a su hijo después del aquel tiro del 18.
Así es el Cabrera que conocemos ahora. Tal vez no tenga gran manejo de idiomas, pero tiene infinita clase.
Así es el Cabrera de la derrota. Para calificarlo, no hace falta más que hacer lo que él hizo: pulgar arriba.
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